Soledad

                Cuando llegó a casa, no había nadie. La más solitaria oscuridad lo oprimía. Juan se tambaleó en su borrachera en busca del interruptor. Tras tropezar con el sofá y tirar una mesilla, dio con lo que buscaba. “Pero ¿qué cojones pasa aquí?” La luz no se encendió. El miserable llegó milagrosamente a la cocina y abrió el frigorífico. Sólo medio limón quedaba en él. “¡MARÍAA!” Nadie respondió. “COMO TE PILLE TE VOY A MATAR”. De nuevo, silencio. Con dificultad se arrastró hasta su cuarto. Vacío. Cuando cayó en la cama, se sintió inexplicablemente feliz.


                Una cantidad ingente de personas formaba la cola en medio de la calle. Juan esperaba su entrada en la oficina del INEM sentado a la sombra, abrazado a sus rodillas. Entre las manos tenía la nota que le había dejado su mujer:
                “Estimado hijo de puta:
Estoy harta de tus borracheras diarias, de que no des un palo al agua, de tus mentiras… estoy harta de ti. Me voy. Me llevo a Laura. No esperes volver a vernos nunca.
                Adiós.”
                Mientras tanto, llegaba a él una algarabía de voces y ruidos. Los niños jugaban a su lado en un parque, riendo, felices, a la luz del sol. “No esperes volver a vernos nunca…”


                El sonido del teléfono le taladraba los oídos. Nuestro héroe buscaba desganado en el frigorífico: había bebido todas las cervezas. Aunque eran las tres de la tarde, la luz no entraba por las ventanas y la cocina se hallaba en tinieblas. Tras dar un enfurecido portazo, Juan fue al mueble-bar del salón. Sólo queda un culo de una botella. “Manda cojones…” Mientras, el teléfono seguía gritando sin parar. Tras terminar el bourbon de un trago, cogió el maldito teléfono. Era Yolanda, la asistente de su padre.

                               
                “La ministra de Empleo y Seguridad Social, Fátima Báñez, ha afirmado hoy que la recuperación económica ‘va sobre ruedas’, pues España ‘lidera la bajada del desempleo en Europa’…”
-         -   Juan, amigo, la cosa está muy mala. Con la que está cayendo, en vez de a las Bahamas hemos tenido que ir a Italia este año – dice Carlos, eterno, fiel y comprensivo amigo de nuestro protagonista.
-         -   Así es – afirma su mujer – Mira, venimos de las rebajas, hemos comprado todo esto – muestra innumerables bolsas de ropa y complementos.
-          -  Como digo, la cosa está fatal, amigo.
Juan mira sin ver su tercera copa de vino, sin hacer caso al matrimonio.
-       -    Me tengo que ir.
-       -    Sí, claro… - empezó Carlos. Pero su estimado amigo ya se había ido cual sombra errante.



  
                 El viento corría incansable, molestando a nuestro hombre. Mientras el cura hacía los imprescindibles oficios funerarios para que el difunto pasara a mejor vida, Juan fumaba un cigarro tras otro desde sus oscuras gafas de sol, apoyado en un viejo ciprés. Su repugnante borrachera lo ayudaba a sobrellevar la situación. Pensaba. Aquella mañana una carta llevó a su puerta el cartero. Lo desahuciaban.
-          -  Señor, mi más sincero pésame…
-          -  ¿Tú quién eres?
-          -  Soy el abogado de su padre. Vengo a hablarle de la herencia.
-        -   Sí, buen momento para hablar de dinero, putas, viajes…-el beodo heredero por poco se cae.
-         -  ¡Señor, téngase!
-         -  Estoy bien, joder, ¿no lo ves? ¿Cuánto…?
-         -   Perdone, ¿cuánto?
-         -   Sí, cuánto la herencia…¿sabes?
-          -  Señor, su padre tenía muchas deudas. Ya sabe, la letra, la asistenta…
-        -   Déjate de rodeos: ¿cuánto?
                     En aquel instante, un lejano rayo se hizo oír. El cielo descargó toda su furia, y la inexorable lluvia acompañó al furioso viento, apagando el cigarrillo a nuestro héroe.
-          -  ¡Mierda! – Juan se fue, dejando al atónito abogado sin saber qué hacer.


               Tras media hora de implacable subida, la ciudad se extendía brillante ante él. “Si pudiera…” Juan no atendía en absoluto a la exuberante naturaleza que lo envolvía y que lo observaba fijamente, desde las sombras. Cuando recobró el aliento, dio varias patadas a cuanto tenía a su alrededor, enfurecido con el mundo, y cayó al suelo. Seguía lloviendo reciamente, pero a él todo le daba igual. “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”


               Días después, se halló el cuerpo inerte de Juan en el fondo de un barranco. A nadie le importó, más allá del misterio que envolvía su trágica muerte. Nunca se supo si se tiró él o fue empujado… Dios sabe por qué.


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