Nocturno

      Después de la tormenta, siempre vuelve la calma. Y ésta se deja sentir aún más en las noches de verano. Por fin, tras largo invierno, vuelven las románticas noches estivales con su frescor, su negrura mágica, su silencio insondable, tan imposible de día... ¿Quién se atreverá a turbar la calma? Sólo la suave brisa que mece lentamente los árboles, metiéndose entre sus ramas, agitando sus hojas. Noches de murmullos, de canto de grillos y luz de luciérnagas, de aleteos de murciélagos, de lechuzas lejanas y melancólicas que le hablan a la oscuridad inmensa. Noches húmedas con un olor especial. Noches de recuerdos, noches de música, noches de gala. Ya un manto de agua fría, recién caída del cielo, cubre cada hoja, cada rama.
      En medio de este silencio se dejan oír los ecos más profundos de mi interior, los más recónditos pensamientos, mis anhelos, mis sueños salen a flor de piel y buscan unirse con la plenitud de la noche. Y quiero gritar, pero ningún sonido sale de mi garganta. ¿Cómo romper la magia de este momento? Y sin embargo, todo mi ser habla, habla muy quedo, como si esperara este momento para revelar sus inquietudes en medio de tanta calma y estatismo.
      Al mismo tiempo, en noches como ésta es cuando encuentro el reposo tan buscado para cuerpo y alma. Esa quietud cercana a la muerte me llama a salir y fundirme con la hierba húmeda y la luz de las estrellas en un tranquilo abrazo con lo ignoto. Mi pecho se encoge al sentir esta calma profunda que lo invade todo. ¿Quién? ¿Quién se atreverá a romper este silencio semejante al agua fría, estancada en la marmórea fuente? La lluvia llenó la delicada pila de la fuente de la que tiempo hace que no brota agua. Y aún se perciben las últimas pesadas gotas que caen ingrávidas de las verdes hojas. 
      Es ahora cuando despiertan nuestros más profundos pensamientos irracionales, nuestros miedos más profundos que nos emparentan con nuestros antepasados los salvajes. Pero en una noche como ésta, esos miedos no son más que meros cosquilleos.
      El reloj del ayuntamiento da las doce, y cada campanada se pierde inundándolo todo con su vibrar de frío metal. Por un momento he pensado que tenía los ojos cerrados, hasta que los he alzado hacia la esfera celeste y he contemplado los gélidos astros, tan fríos y tan parados. Tan juntos y a la vez tan solos. Y pienso. Siempre me sorprende y me hace sentir lo ridículo que soy el pensar que ese cielo que veo puede no ser el cielo de hoy, que estoy viendo ahora cómo estaban los astros hace miles de años, pues la luz que entonces emitieron me llega ahora tras tantos años de viaje ininterrumpido. ¿Cómo será el cielo ahora mismo? ¿Qué habrá cambiado? Nos hemos acostumbrado a mirar este cielo (cuando lo miramos) y lo hemos tomado por nuestro, cuando no es más que un espejismo, un mero reflejo de lo que fue. ¿No pasa lo mismo día a día? ¿En qué podemos confiar? ¿Es acaso la realidad un sueño como decía el poeta? Nos sentimos tan seguros de lo que hacemos por mera costumbre, pero ¿cómo saber que lo que hacemos es bueno? Muchas respuestas surgen en noches como ésta, y es una muestra más de nuestra pequeñez no encontrar respuesta a algo tan cotidiano, tan cercano. ¿Es posible que no seamos más que un reflejo de lo que fuimos como las estrellas del firmamento? Antes he dicho que a todos nos sorprenden a veces, nos desvelan los pensamientos más irracionales, que debemos a nuestro pasado en la selva, cuando conocíamos tan poco el mundo y dábamos todo por mágico o supersticioso; pero, ¿qué sabemos a día de hoy del mundo? Seguimos siendo ignorantes, pues jamás podremos darnos cuenta de lo grande de nuestra ignorancia; sin embargo, queremos saber, siempre saber más y más... En noches como ésta siento profundamente esas ansias de eternidad de las que hablaba Unamuno. Y no hallando modo, me lanzo a buscar la desaparecida línea del horizonte, la línea que separa lo terreno de lo etéreo. Corro en pos de ése y de otros imposibles impulsado por estos anhelos que afloran por la noche como aquella flor que se esconde durante el día. Lo cierto es que siempre quedan fuerzas para dar con ese imposible, aunque tal vez lo importante no está ya en encontrarlo sino en buscarlo, lo que me hace sentir que vivo. Pero precisamente porque vivo, siento y padezco me agoto en esa búsqueda de lo recóndito. Antes de sumirme en los brazos de Morfeo, pude escuchar el grito de los gallos que rasgaba la calma nocturna para avisar prematuramente de la llegada del día, a modo de preludio del resto de gritos y mundanal ruido que lo seguirán con el despertar de la gente. Cuando empezaron los trinos y gorjeos de los pájaros, caí en un profundo sopor y me dormí.


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