Oficio de carpintero (Apuntes de distintos días rutinarios V)



Las horas, minutos y segundos de tedio y trabajo se suplen (o intento suplirlas) con pequeños detalles: El ruido de las cuchillas hiere al aire y nuestros oídos; los trozos de serrín bailan al son de la vibración, a modo de hormigas organizadas; los tornillos se resisten a entrar en su lugar; la motosierra, en su frenética revolución, rasga el aire a modo de amenaza antes de internarse en la madera. Polvo, polvo que nunca acaba de irse, que se entromete en todos los rincones, los pulmones, ojos, la ropa... es el terror de las amas de casa. La madera, que se opone a la violencia, se va convirtiendo en virutas junto a bocanadas de humo, que salen despedidas como en un juego de fuegos de artificio. El estridente fragor de golpes de martillo, sierras, taladros, cepillos, compresores de aire es un ruido penetrante, que reverbera como lo hace el aullido de la bestia en su cueva. Meticuloso, buscando la perfección tras sus gafas, mi padre comprueba su trabajo observando como un pájaro observa su comida y picotea. Punteros, formones, destornilladores, taladros, llaves, puntas, tirafondos, tuercas, escuadras, reglas, lápices, metros, grapas, pistolas...

A veces es necesario desmenuzar muebles enteros. Muebles grandes, que llegan hasta el techo, a modo de montañas que desmontamos con destornillador como el monte con dinamita. Los pesados muebles se ven separados y se mueven con pereza, a veces con peligro de desprendimiento. Cuando se trata de montarlos, las piezas como el plomo parecen despertarse de un largo y profundo letargo, reacias a levantarse y unirse unas con otras, tirando con todas sus fuerzas hacia abajo, buscando el suelo, la destrucción. La tierra, en su poder maternal, atrae hacia sí todos los objetos cercanos a ella en invisible y misterioso abrazo.





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