Apuntes (Apuntes de distintos días rutinarios VIII)

 La mañana se había levantado limpia y fresca, cerúlea, con unas pocas nubes esparcidas por un dedo caprichoso que intentaban en vano emular el color de las flores de los almendros. A un lado el sol; al otro la luna, que entre la luz del día perdía su fuerza, volatilizándose en el cielo.
Hoy los semáforos, aburridos de su existir repetitivo, decidieron descansar, tomando su lugar un par de policías municipales.

Llegado a la universidad, un retorcido arco de flores de un blanco rosáceo me precedió a modo de bienvenida, señalando que el invierno se agotaba. Ese arco un día empezó a presentar pequeños puntos, como focos de luz, que fueron aumentando hasta que una mañana parecen combatir con el sol en luminosidad. Árboles discretos, negros cuando llueve y que ahora después de larga espera se hacen notar a lo grande, en un desmadre de olor, color y belleza.
El día acababa, el sol se ponía y la luna aparecía resplandeciente, cargada de magia y ensueño, llena al fin tras larga y lenta conquista al cielo. A su alrededor, se extendía una informe aureola amarilla que se apoyaba sobre las nubes grises. La luna siempre está cargada de misterio e incertidumbre; aunque da luz, ésta no le pertenece, no es suya sino prestada. El orbe alumbra gracias al reflejo de la luz del sol; además, la luna está asociada a lo tenebroso, lo sombrío, lo lúgubre, lo oscuro. Las retorcidas ramas de los árboles se hacían visibles contra la silueta falaz como fondo. Como si los astros se alinearan a tal efecto, mi coche, mimetizado en la oscuridad, avanzaba buscando la luna del mismo modo que esta mañana huía del sol naciente.

De fondo sonaba esta música: Murmuros del bosque - Sigfrido, Wagner







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