Excursión (Apuntes de distintos días rutinarios X)

Tanto tiempo cerrados en creencias inventadas nos hizo olvidar la pregunta de ¿cuál es el sentido de la vida? Más adelante, cuando las primeras se dejaron de lado, la pregunta empezó a quitar el sueño tanto a sabios como a ignorantes, olvidándose del protagonista de la misma: la vida. ¿Es necesario pasar la vida preguntándose por su sentido? ¿Es acaso evitable la cuestión? La vida, por mucho que nos cueste creerlo, no tiene ningún sentido o fin: la vida cobra valor por sí misma, siendo lo más valioso que poseemos. Para aceptar esto y vivir tranquilos, se pueden seguir muchas éticas y teorías. ¿Por qué ser buenos? Todo lo que somos se lo debemos a esta sociedad en que nos hemos criado, nos lo han dado todo (o casi todo), ¿por qué no esforzarnos por devolver algo, por mínimo que sea, a la sociedad? Otro apoyo es el arte. Admirar o realizar algo bello, algo que emocione.Por último, el otro apoyo para no sucumbir ante la respuesta que no deseamos saber de la pregunta que, aunque la ocultemos, siempre acabamos haciéndonos, somos nosotros mismos. Somos un ser individual, muy individual gracias (o por desgracia) a la civilización; pero también y ante todo somos sociales, necesitamos de nuestros congéneres. En el amor a otras personas radica nuestra felicidad. ¿Cómo sería vivir completamente aislados, solos?
La Naturaleza se ha tomado como fuente de inspiración para muchos campos humanos, pero en el de la filosofía es muy engañosa y depende mucho del observador y su estado de ánimo (aunque, también, el estado de ánimo varía y mucho con la observación de la naturaleza) Ésta nos muestra tanto ejemplos de enorme belleza y sabiduría como de crueldad infinita e indolencia, sobre todo a través de catástrofes que acaban con la vida de congéneres nuestros. Y es que la naturaleza no es humana, el humano es natural; por eso ésta nos conmueve las más recónditas fibras, porque éstas son gracias a la naturaleza. Por mucho que le demos la espalda, la llevamos por dentro, en lo más profundo de nuestro ser (y en lo más superficial, aunque lo cubramos) Por todo ello, creo que se vive mejor acorde a ella, disfrutando de ella, acercándose a ella, temiéndola, cuidando de no maltratarla, siendo conscientes de nuestro lado natural. Si muchos empresarios pensaran así, el planeta sería más limpio.
Estos y otros pensamientos corren por mi mente igual que corre el autobús que nos lleva a Madrid. Son las siete y media y una magnética luz azul empieza a asomar bajo unas nubes compactas y continuas; todo el cielo está cubierto por ellas, menos una franja entre su base y la tierra. La carretera está prácticamente vacía, y mientras mis compañeros duermen, el mundo se levanta. Un contorno bajo, sinuoso, sensual se recorta, negro, contra el azul cada vez más claro de levante. Sólo interrumpen este diálogo algunos postes de luz y teléfono, y algún solitario árbol en medio de la llanura castellana.
Aun cuando cierro los ojos intentando imitar a mis compañeros, tengo la imagen del paisaje corriendo tras el ventanal, visiones a veces irreales, cercanas al sueño, como la de una gran llanura, con algo de pendiente, vista desde un viaducto a gran altura. No parece que consiga mi objetivo, más lejano conforme la claridad aumenta. A lo lejos, entre las masas de nubes, se vislumbra apenas un amarillo, rosa tal vez, entre el azul onírico. Con la luz, la tierra se ha hecho grande. Antes sólo llegaba a verse cuanto los faros del bus iluminaban delante de él, y ahora la vista se extiende hasta casi el infinito. Ya no hay negro en el cielo; a ambos lados de las ventanas domina el gris, cada vez más blanco. Hemos abandonado el llano del centro de Castilla, y a lo lejos se ven las negras montañas, grandes y ondulantes, en cuya cresta se distinguen las copas de los árboles más adelantados. Los campos se han sustituido por bosques y granitos angulosos.


Desechada al fin la idea de dormir, me pongo los cascos para escuchar conciertos para piano de Beethoven mientras sigo observando como búho nocturno. Las montañas nos rodean, y como una profecía se cumple mi visión pseudo soñada. La autovía tiene a un lado un valle y blancas casas dormidas en lo más profundo. Desde aquí todo parece lejano, inasible. Las enormes torres anfibias de electricidad arrasan con el bosque dejando a su alrededor soledad y esterilidad (cortafuegos lo llaman). Las masas de árboles se acercan, primero tímidamente, hasta llegar al borde mismo del asfalto y el metal que borra miedos. Aparecen las primeras pizarras en cubiertas y atravesamos el primer túnel. Siempre me he entretenido comprobando el ritmo de luces y sombras dentro de estas gargantas de hormigón, o contando los focos que separan una salida de emergencia de la siguiente. Cuando salimos, los árboles se han retirado a un solo lado, dejando el otro libre para contemplar los picos lejanos y los pueblos, enormes, pero dominados por una torre de piedra, teja y campanas. La autovía se ha ensanchado, y nos acompañan más vehículos, en un sentido o en otro. Recuerdo que en una de tantas excursiones a la capital los iba contando con mis vecinos de asiento, hasta que nos cansamos a la centena.
Las nubes toman las cumbres borrascosas, alguna coronada de nieve. Definitivamente, el bosque ha quedado lejos; nos rodean centros comerciales, supermercados, urbanizaciones, oficinas... y el tráfico se hace más intenso. Si antes, con la luz, la tierra ganó en dimensión, ahora toma velocidad. El cielo es rayado por cables y más cables, en todas las direcciones, hasta perderse en la niebla, que se asienta junto a nosotros hasta donde no alcanza la vista.
Creo que los acostumbrados a la planicie nos sorprendemos siempre ante la grandeza del espacio en tierras más accidentadas, donde desde un punto alto se abarca el infinito con la mirada. Estas ideas se cortan al internarnos en la niebla, que impide ver más allá de la carretera. Ahora sí que estamos en las nubes.
Llama la atención cómo, cuanto más nos acercamos a Madrid, más desigualdades aparecen. Se ven casas de lujo junto a otras viejas, sucias, abandonadas; y, entre medias, oficinas que empiezan abrir los ojos al negocio.
Nunca entendí por qué se llama banco a esta agrupación gaseosa, que a pesar de serlo parece volar unida. ¿Se parece la niebla al hombre, tan individual pero tan junta?
Entre autobuses y coches aparece una lenta máquina quitanieves, como las que salen en los telediarios, con anchas ruedas y sus palas mirando a otro lado. Un perezoso tren blanco y rojo pasa a nuestro lado, más lento que nosotros, y un coche de policía vuela con las luces encendidas. Entramos en el Bus vao y dejamos atrás a cientos de coches congestionados. Innumerables puntos de luz pasan presurosos a nuestro lado.
A pesar de su variedad, las edificaciones se hacen más monótonas que el bosque. Los edificios empresariales, cuidando su imagen y su privacidad, reflejan lo de fuera, impidiendo ver lo de dentro.
Paradójicamente, cuando se perfilan las torres Kio y de Chamartín es cuando más sueño siento. Entre tanto cemento aparece un pequeño arroyo al que una pareja baja (¡a estas horas!). En medio del tráfico impenetrable, una ambulancia intenta hacerse paso con sus luces y pitidos.



Si dijera ahora que escribir me quita el sueño no estaría exagerando.

     La excursión se basó en la visita sin descanso de edificios de un arquitecto español, del pasado siglo, Miguel Fisac. Me han sorprendido la magia de sus espacios, la espiritualidad de sus iglesias, su estética severa...

Cuando llegamos a Ávila al día siguiente, improvisados arroyos tomaban las calles, nacidos de la nieve dorada al sol. Después del cielo gris y melancólico del día anterior, las nubes dejaron paso a un limpio azul y un cálido sol. Se diría que la famosa muralla salía de la roca en que se asentaba, a cuyas faldas la gente se divertía con la nieve. Los niños caían en trineos y se tiraban bolas de nieve, sus padres los ayudaban a hacer muñecos de nieve, las parejas salían a pasear... Algo hechicero hay en la nieve que tanto nos gusta verla, tocarla...

Cuando retomé mi cama tras dos días de excursión agotadora y edificante y una noche de fiesta por Madrid y poco descanso, caí en redondo y dormí a lo largo y ancho de once horas como hacía siglos que no dormía.

Concierto para piano nº3 Beethoven









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