Turismo

Pero detesto ese turismo de visita superficial, de llegar, hacerse una foto para mostrar al mundo dónde se ha estado y marcharse. No. Yo quiero vivir una ciudad, no visitarla. No quiero hacerme fotos con sus edificios, quiero estudiarlos, quiero verlos, tocarlos, pensarlos. ¿Por qué se edificaron? ¿Por qué se hicieron así y no de otra manera? ¿Por qué aquí los edificios se hacen de una forma y en otro sitio los hacen de otra distinta? ¿Cómo se hicieron? Si voy a la costa, no quiero únicamente tirarme en la arena y tostarme, dorarme al sol. No. Yo quiero sentir la arena entre los dedos, caliente, entrometida; quiero sentir la brisa marina en mi piel; quiero meterme en el agua y nadar, y notar el gusto salado del mar en mis labios, las potentes olas que me recuerdan que no valgo nada en el gran teatro del mundo y que un poco de agua y de viento son capaces de arrastrarme y perderme si no tengo cuidado ante la naturaleza hostil; quiero ver peces bajo mis pies, algas a mi alrededor, gaviotas y albatros sobre mi cabeza; quiero ver los barcos flotar sobre la inmensa incertidumbre marina; quiero moverme, pasear, recorrer la playa y que las olas besen mis pies en su abrazo con la orilla.
Si voy a una ciudad desconocida, no quiero ver sólo sus monumentos, quiero conocer a los sucesores de quienes los levantaron, quiero saber por qué lo hicieron y qué relación tiene esto con su modo de ser cultural. Quiero visitar palacios pero también bares, catedrales pero también plazas, museos y parques. Quiero perderme por las ignotas calles para encontrarme a mí mismo. Quiero ver su arte, escuchar su música, gustar su comida, tomar su bebida, dormir en sus habitaciones... Conocer su espíritu para agrandar el mío. 

Odio las prisas. Por eso, visitar un museo en una excursión siempre será peor que visitarlo por cuenta propia; me gusta detenerme el tiempo necesario para contemplar las obras, y no verlas de pasada.

Pero son los mismos que desbordan todo esto, lo pisotean como elefantes en una cacharrería, lo mancillan, lo escupen, graban su nombre en sus piedras centenarias o desdeñan sus diferencias quienes me impiden a mí (y a gente que gusta del Turismo como yo) disfrutar de todo esto. Y este turismo de masas está forzado por las empresas de viajes, que viven de empujar a la gente a visitar y visitar sitios que posiblemente no le digan nada porque no sabe conocerlos, vendiéndoles que con ello descansan y viven mejor.
No puedo visitar una catedral gótica sin estremecerme y sentir su frío, su luz, su religiosidad yacente (aunque no sea yo creyente) mientras a mi lado veo a gente en chanclas y sombrero de paja mascando un chicle que de un vistazo se salta el trabajo y el arte de tanta gente, de picapedreros, carreteros, carpinteros, escultores, jefes de obra, arquitectos, obispos, nobles, reyes, el pueblo todo pagando por tener una catedral en su urbe y prosperar económica y espiritualmente. Porque además, eso que mira con tibieza, con indiferencia el turista hostil, no sólo ha costado dinero; también ha costado vidas, muchas horas de muchas vidas. Un monumento en conmemoración de la victoria de una guerra significa muchas vidas perdidas, algunas movidas por ideales intangibles, otras por necesidad, otras por obligación.
Y es que nos falta educación. Nos enseñan a controlar los aparatos que nos sustentan físicamente pero no nos enseñan a sustentarnos por la ética, por la moral; y no hablo de una moral impuesta y basada en dogmas indiscutibles; necesitamos forjarnos nuestra propia ética. Una base más o menos sólida donde asentar nuestros nuevos conocimientos, nuestras experiencias, que sirva de undoso espejo donde mirar nuestro reflejo y saber actuar en el futuro. Así será más fácil intentar conocernos.





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