Valladolid

Habían vuelto a discutir. Y, de nuevo, se había ido enfadado con ella. Cerró la puerta de un portazo y salió de su casa. A pesar de ser más de las ocho y de que el sol se había escondido ya entre los edificios, la luz diurna brillaba en las calles, reflejándose en todas las cosas. Los gorriones trinaban al tiempo que se perseguían por parejas: era la primavera. Después de que una furgoneta de cristales tintados casi lo atropellara cruzando el paso de cebra del túnel de Delicias, se sentó en la parada a la espera del bus. Cuando éste llegó, tomó asiento junto a la ventana y dejó vagar sus pensamientos mientras ante la luna grafiada con un anuncio cualquiera veía pasar el tenebroso túnel; el concurrido tráfico de Labradores; la quietud del Caño Argales, donde un par de niños bajaban a beber agua; los comercios del Duque de la Victoria… Cuando llegó al fin a la monumental plaza Mayor, había empezado a oscurecer y el fuego de las luces de sus edificios se encendía, marcando regularmente el rojo de las fachadas. Mucha gente pasaba en variadas direcciones por la antigua plaza del mercado; unos con bolsas de ropa, otros comiendo helado, algunos charlando sentados o en pie, niños pequeños persiguiendo palomas… Bajó del bus y tomó la ancha calle Ferrari por su centro, dejando a los lados las antiguas porticadas llenas de tiendas de todo tipo. Aún tuvo que esquivar a un par de voluntarios que le pedían su firma y colaboración hasta llegar a Fuente Dorada, donde se concentraba una manifestación. El ruido de silbatos y altavoces le chirriaba en los oídos, pero no les prestó atención.  Tampoco reparó en los bancos repletos de gente de toda clase y condición, en su mayoría ancianos. Su mirada no se detuvo en los omnipresentes soportales que rodean la fuente de brillos apagados en cuyo extremo superior gustan posarse las palomas; ni en las múltiples casas de variados colores que mantienen una unidad espacial por su mismo lenguaje en fachada, con sus balcones, huecos verticales, buhardillas… tampoco se fijó en las gafas enormes que en lugar de cristales tienen espejos, a la entrada de una óptica; ni en otros tantos comercios como bancos, tiendas de ropa, bingo… Los vidriosos reflejos de los chorros de agua de la fuente, que salen de la esfera superior (que aún rutilaba bajo la luz) y de los rostros tallados que representan las estaciones y que enmarcan las otras esculturas de un herrero, un botero, una aguadora y un soldado, hacía tiempo que se habían apagado, al igual que su murmullo acuático; únicamente el ruido de coches y autobuses, con sus soplidos de bestia que se levanta, sobresalía de las conversaciones, las risas, el llanto de recién nacidas criaturas, los pasos de algunos tacones… Sólo se sobresaltó cuando ese ruido cesó y ocupó su lugar el silencio asombrado de los transeúntes: el motor del autobús se había parado. Tras la sorpresa inicial, volvió la cabeza y siguió hacia delante, sin atender a los esfuerzos del conductor por reanimar el vehículo ni a los sorprendidos pasajeros.
Aunque, como digo, nuestro protagonista no observaba estos detalles que se pintaban a su alrededor, tampoco tenía en principio un rumbo fijo. Quería pasear hacia donde sus pasos lo guiasen, no pensar y dejar que su ánimo se enfriase, como hacía la temperatura conforme la luz se escondía y las sombras se tendían más.
Acabó al fin en la plaza de Cantarranas, donde la variedad edilicia se multiplicaba, al igual que la variedad de gente que allí acudía. Fachadas de todos los colores, tamaños, estilos. Se dedicó pues a recorrer los distintos bares que por la zona había, bebiendo para olvidar. Sentado en una terraza podía ver cómo los chicos charlaban, bebían de pie, en el suelo, veía cómo ellos iban a mear al callejón sin salida…
Cuando se cansó, se levantó y fue a despejarse y dar otro paseo. El centro estaba animado y por la calle Platerías subían y bajaban risas y pasos apresurados bajo los balcones centenarios. Anduvo por la helada quietud fantasmal de Teresa Gil, completamente muda, ausente del ajetreo diurno de paseantes y clientes de los negocios que suelen animar la calle.
A su llegada a la plaza España dieron las doce en el campanario de San Andrés. Apenas unos segundos después, las doce sonaban en el convento de Porta Coeli. A excepción del plañir de estas campanas y el correr de algún coche de camino al centro, nada rompía el silencio de la plaza. El contraste entre día y noche era mucho más notable en este espacio. El bullicio; el tráfico de viandantes y vehículos; los largos y atronadores autobuses;  el mercado matutino o la limpieza vespertina de los restos de éste con mangueras; la interminable vuelta al mundo de la fuente; las terrazas animadas; el olor a fruta, verdura, flores, vinagre, podredumbre… todo ello se había esfumado con el día. La bola, al igual que el mundo, se había parado. Lo único que entonces existía era un par de personas esperando sentados en sendos bancos y una fila de taxistas aburridos en sus coches blancos con banda horizontal morada y luz verde, anhelante. Igual de calmada estaba Manterías, donde apenas alguien caminaba solitario como él. Después de pararse a descansar en la pequeña fuente de moderna escultura, regresó por Duque de la Victoria, por donde sólo lo acompañó el ruido de un bus búho y algún taxi acelerado.

Siguió refrescándose en vino y cerveza toda la noche, sentado en una terraza de Cantarranas, hasta que creyó ver a su novia frente a él. Al tenerla tan cerca, corrió a abrazarla y a pedirle perdón por sus tonterías; no le gustaba estar enfadados. Ella, que había bajado al centro a buscarlo, le restó importancia al tema y, el brazo de él en sus hombros y el de ella en su cintura, recorrieron el camino de vuelta a casa.

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