Londres

Montamos después de una madrugada de viajes y embarques. Por fin le doy uso al modo avión. El cielo fue clareando hasta tomar el color del avión, reluciente bajo el sol que nacía. Tras varias vueltas por la pista, tronó con mil relámpagos y se alzó ligero, humeante y rutilante hasta hacer enmudecer al mundo entero y hacer de ríos y carreteras simples líneas serpenteantes. Subió y subió hasta confundirse con las nubes. La visión de las chapas del ala, frías y cerradas, entre la nada blanca me encogió el estómago. Pronto saltamos sobre los mastodontes alados con lento arrastrarse de tortuga glaciar, el horizonte se curvó y apareció el amanecer. ¿Por qué hay gente con miedo a volar? Tal vez les asuste la libertad.

Al fin llegamos al estudio o apartamento de nuestro amigo.
¡Qué de sobresaltos al ver el asiento

izquierdo de los coches vacío!
Cielo gris partido
por egregias chimeneas.
Huecos alargados
de aberturas completas
iluminan la estancia.
Sentado en estrecho balcón
veo la calle correr y
comprendo a Sherlock
Holmes (vecino nuestro),
leyendo periódicos como él,
al querer conocer cada local,
cada rincón,
cada plaza
de esta ciudad de
asfalto, adoquines, pizarras
y ladrillos.
En tan gran urbe, desde
aquí arriba veo sin ser visto
(a nadie le importo).

A pesar del
incesante bullicio,
el dulce sonido de
las campanas del Big Ben
edulcora la gris ciudad.
Ruido, tráfico,
cláxones,
ambulancias, aviones...
El agua del Támesis borboteando contra
los tajamares.
No saber dónde mirar
al cruzar la calle,
chirriante y desguazado metro...
Mucho movimiento,
poca vida.
Sin sol no hay color.

Con varios periódicos de lengua ajena
bajo el brazo
paseamos.
Cruentas historias en la torre de Londres,
lluvia cruzando el puente de la torre,
arquitectura moderna en la City...
El origen de la ciudad es la zona más moderna.

Remotas culturas expoliadas
en el museo Británico,
plazas llenas de jardines privados
tocatas y fugas de Bach en Sant Paul,
junglas de pilares y luz en Westminster,
calles interminables
(pueden ser la perdición),

interminables parques...

Cisnes y patos
se abrían paso en el estanque azul
de Kensington Park.
Rubén Darío se enamoraría
de esto.
El último atardecer,
a las seis y media con puntualidad británica,
lo vimos sentados en
un banco cercano.
Los días se suceden con velocidad pasmosa, pero cargados de vivencias

inolvidables.


Ahora vendría un bonito final de no ser porque el final no fue bonito. Hemos conocido muchas cosas, salvo la puntualidad británica: el autobús nos llevó cuarenta minutos tarde al aeropuerto y perdimos el avión.

También he descubierto que detesto el inglés y detesto a los ingleses, tan prepotentes y orgullosos (de lo que les interesa, porque han sido un pueblo atrasado y bárbaro hasta hace cuatro días), que lo hacen todo al revés por ser diferentes, que no valoran el esfuerzo de hablar una lengua ajena (ni un "gracias" en español de los funcionarios cara al público) sino que lo ven normal, igual de normal que venir a España y esperar que los atendamos en su idioma.

En pueblos con estación de trenes se habla en español e inglés y en Londres sólo en este último. ¿Tiene algún sentido?

En definitiva, nada mejor como España, que tiene ciudades mucho más bonitas que Londres y no se cuentan con los dedos de una mano, y con un idioma tan bello como el español, la segundo lengua materna más hablada del mundo después del chino.


Como podéis comprobar, después de perder un avión y hundirme en una gran capital mundial que sólo habla su propio idioma, incluso de cara al público, y después de que me robaran la mochila en el aeropuerto, estaba un poco mosqueado. Realmente, aunque todo lo anterior sea cierto, no parece que disfrutase de la experiencia de vivir Londres, lo cual no es verdad. Tampoco detesto el inglés; al contrario, cuanto más fácil me resulta comprenderlo y hablarlo, más realizado me siento (igual que con otros idiomas extranjeros).
Lo que más me impresionó fue el Museo Británico: decenas de culturas expoliadas por el imperio y recopiladas bajo una misma institución, que abre sus puertas gratuitamente y abre también el debate de si conviene que así siga siendo (ellos defiende que sí, faltaría más; pero su argumento es convincente: visitando un solo museo es posible tener una visión global de distintas épocas y culturas de diferentes partes del mundo, algo bastante interesante) Me ha impactado conocer de cerca obras de arte de estos pueblos desaparecidos después de haberlos estudiado en mi carrera.
La abadía de Westminster fue también una gran visita, aunque entramos como si fuéramos a rezar y no pudimos hacer fotos en el interior. Por último, de San Pablo me gustó más el exterior que el interior, que más parecía un palacio que un lugar sacro.
Aunque hemos aprovechado muy bien el tiempo, hay infinidad de lugares que me faltan por visitar, sobre todo de arquitectura moderna. See you soon, London.





La plaza de Trafalgar.




 El Parlamento y el Big Ben.






La catedral de San Pablo.




La City.


El Museo Británico.



El Antiguo Egipto.






El imperio Asirio.
 

Los emperadores pasaban el tiempo cazando leones, una afición tan noble que se representa en varios de sus famosos relieves.



La Antigua Grecia.


 Las esculturas del frontón del Partenón, Atenas.

Dioniso, uno de mis dioses clásicos preferidos...



La isla de Pascua.




La Torre de Londres.





El palacio de Buckingham.

La abadía de Westminster.
 






Kensington Park.

Regent's Park