Salamanca: La Ciudad del Saber

Siempre tranquilos,
siempre con prisa,
ansiosos de conocerlo
todo;
así recorrimos
Salamanca.
Salvo tras ascender a la Plaza Mayor;
tras entrar en su calma luminosa,
el mundo se detuvo y quedaron
únicamente la piedra y el sol.
Como el granito del puente romano,
el cielo nos acompañó
gris y amenazador
todo el tiempo;
aunque sólo nos
preocupábamos en mirarlo
reflejado en el Tormes
(la franja divisoria entre agua y cielo era
el puente de acero)
o si ascendía
alguna torre,
aguja,
veleta
hacia él.
El viento
nos estropeó fotos y
peinados;
el mismo viento que silbaba entre los
agujereados
sillares del puente, cuyas
bóvedas acogieron nuestros pobres
bocatas.
En la plaza
recorrimos cada voluta,
cada ilustre;
entramos en cuantas iglesias
pudimos
(todas diferentes, cada
una con su encanto).
En nuestro afán,
procuramos aprovechar cada momento, para
verlo todo, disfrutando de todo.
Iglesias,
palacios,
catedrales,
colegios,
huertos,
riberas...
Allá donde nos dejaron
tiempo, dinero y conserjes entrar,
entramos.
Entramos en edificios muy visitados
y en los vacíos que nos esperaban.
Abrigo de paño y paraguas yo,
pañuelo colorido y gafas tú,
paseamos.
Pasear, pasear y más
pasear; cuesta
arriba, escaleras
abajo.
Saltamos entre ruinas,
ascendimos a torres y cuevas,
nos perdimos mil veces buscando
la universidad,
tocamos la
aspereza de
la arenisca de Villamayor,
contemplamos entre muñeca y muñeca
Salamanca tras las vidrieras.
En una muy barroca iglesia,
llena de áurea decoración por todas
partes, pudimos escuchar
un organillo, en medio de gran
religiosidad, tocado por enclaustrados
dedos de monja.
La casa de las Conchas reposaba
en cuarentena, llena de andamios;
en su patio, sólo desde la
planta baja, vimos
marmóreas columnas, balaustradas, y
esculturas de leones
sonrientes,
distraídos,
hambrientos...

Lo sabes, me encanta enseñarte
lugares nuevos para ti; quería
mostrarte la ciudad, pero comprobé
que yo mismo
desconocía mucho,
sorprendiéndonos ambos dos en cada
esquina, o flanqueando cada umbral.

Siempre quise llevarte al
huerto
de Calixto y Melibea.
Allí, sobre la romana muralla,
el atardecer de fondo de escena,
juntamos nuestros labios al tiempo
que tus pelos alocados volaban libres con el viento.

Sin duda, lo más emocionante del viaje fue adentrarnos con nocturnidad y alevosía en el interior de la Clerecía, aprovechando una de tantas puertas abiertas.
Escaleras,
balcones,
largos corredores a oscuras,
estancias inquietatemente
iluminadas,
puertas que chirrían,
ecos de pasos,
aldabas,
enormes espacios abovedados y
cubiertos de pinturas y relieves.
Con total desvergüenza abrimos
postigos,
pisamos mármoles
y salimos con la cabeza bien
alta frente a los
guardias.

La fatalidad quiso primero
que encontrásemos cerradas las
puertas del hotel (hay que mirar
el horario de entrada...), luego
apenas media hora para visitar dos
catedrales, y
por último que nuestro dinero
se agotase, impidiéndonos
entrar en conventos, museos o restaurantes. La
lista de sitios que debemos
visitar
es larga, y, como siempre en
estos viajes, los acabamos diciendo:
volveremos.

Yo ya conocía la villa. De hecho, paseamos desde el barrio en que aparcamos el coche sin consultar otro plano que el que guardaba en la cabeza; pero si la había visitado, junto a ti he profundizado en ella al tiempo que te la enseñaba. Muchas cosas se recordarán de este viaje, muchas; aquí expongo las más bellas.


Aunque estuvimos con otro tipo de canciones en la cabeza, menos sacras, cuando entrábamos en las iglesias sonaba algo parecido a esto:

Tomás Luis de Victoria - Missa Salve Regina


La plaza Mayor y alrededores.





Una de tantas puertas abiertas.

El casino



Plaza de san Boal.



La casa de las conchas y la Clerecía.



 La plaza Colón.


El colegio de Anaya.













Las catedrales.











 La Universidad.


La Clerecía de noche.























 Convento de san Esteban.











 La cueva de Salamanca y la torre del marqués de Villena. 















Casa Lis.




Colegio mayor Fonseca.


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